Práctica 10: La educación en 2050





¿Cómo creéis que será la educación del futuro? Pero no pregunto por la educación en un futuro próximo, sino dentro de 20, 30, 40 años... Imagino que diferente a la de ahora, sobre todo en cuestión de, por ejemplo, el uso de las TIC y, especialmente, la sociedad será bien distinta a la que conocemos. ¿Y si en vez de seguir sacando nuestras propias conclusiones le preguntamos a nuestro amigos, ChatGPT? Seguro que tiene una respuesta para esto, solo tenemos que adaptarla. 

En esto consiste esta práctica, en preguntar a la IA cómo será educación en 2050, por ejemplo. Esta es la primera respuesta que me ha dado al primer prompt que decía: "Ya sabemos cómo es la educación en la actualidad, pero, ¿podrías decirme cómo será dentro de 25 años, es decir, en 2050?":

Primera respuesta:

En el año 2050, la educación habrá dejado de ser un sistema rígido y uniforme para convertirse en un proceso profundamente personalizado, flexible y adaptado a cada individuo. Las aulas, tal como las conocemos hoy, habrán cambiado radicalmente: ya no serán espacios físicos fijos con pupitres alineados, sino entornos híbridos donde la realidad aumentada y virtual permitirán que el alumnado se sumerja en experiencias de aprendizaje inmersivas. Será posible asistir a clase desde casa, desde un parque o incluso durante un viaje, accediendo a escenarios interactivos que nos trasladen al Renacimiento, al interior de una célula o a una reunión de la ONU.

El papel del profesorado también se transformará. Lejos de limitarse a transmitir contenidos, se convertirá en diseñador de experiencias, guía emocional y mediador cultural. Las máquinas podrán enseñar gramática o matemáticas, pero será el docente quien acompañe al alumnado en su desarrollo crítico, ético y creativo, fomentando su autonomía y su capacidad para convivir con otros. Además, gracias a los sistemas de inteligencia artificial, cada estudiante contará con un itinerario educativo adaptado a sus necesidades, intereses y ritmos de aprendizaje. Las evaluaciones dejarán de ser pruebas estandarizadas y se integrarán en el propio proceso, ofreciendo retroalimentación continua, sin necesidad de exámenes.

La educación en 2050 estará profundamente conectada con los desafíos del mundo real. La sostenibilidad, la diversidad, la ciudadanía global o el impacto de las tecnologías serán ejes fundamentales en el currículo. Aprender no será una etapa limitada a la infancia o juventud, sino una actividad permanente a lo largo de la vida, ya que las transformaciones del mundo laboral exigirán una formación continua y versátil.

Sin embargo, este avance no estará exento de desafíos. Uno de los mayores riesgos será el de ampliar las brechas sociales y digitales si no se garantiza el acceso equitativo a los recursos tecnológicos. La gran pregunta no será solo cómo educaremos, sino para qué y para quién. El futuro de la educación dependerá, más que nunca, de decisiones éticas y políticas que pongan en el centro a las personas y sus contextos.

Segundo prompt: "Me gustaría que fuera una historia a la que le añadieras un toque más personal, es decir, sin dejar de centrarte en aspectos descriptivos, quiero una reflexión de cómo los cambios sociales han repercutido en la educación y viceversa"

Segunda respuesta:

Recuerdo cuando era pequeña y el profesor escribía en la pizarra con tiza mientras nosotros copiábamos sin parar. No podíamos imaginar otra forma de aprender. Hoy, en 2050, me sorprendo al ver cómo mi hija estudia desde casa, pero a la vez “entra” en la Biblioteca de Alejandría o recorre una ciudad maya gracias a unas simples gafas de realidad aumentada. La escuela ya no es un edificio, sino una red de experiencias y conexiones, y aunque echo de menos ciertas rutinas de mi infancia, reconozco que algo importante ha cambiado: la educación ya no trata de memorizar, sino de entender, de cuestionar, de crear.

Este cambio no ha sido solo tecnológico, sino profundamente social. La escuela dejó de ser ese espacio donde todos debíamos encajar en el mismo molde. En estas décadas, la sociedad ha aprendido —a veces a golpes— que no hay una única forma de ser, de aprender ni de vivir. Y la educación ha tenido que adaptarse, al fin, a esa diversidad. Hoy, los alumnos no solo aprenden matemáticas o literatura: aprenden a cuidar su salud mental, a comunicarse con respeto, a tomar decisiones éticas y a ser ciudadanos globales.

Pero no todo ha sido fácil. Hubo un tiempo en que los avances tecnológicos generaron desigualdad: quienes no tenían acceso quedaban fuera. Sin embargo, con el tiempo, comprendimos que ningún progreso tiene sentido si no llega a todos. La escuela se convirtió en uno de los pilares para combatir la exclusión, y la figura del docente —a pesar de las predicciones que lo daban por desaparecido— se revalorizó. No como mero transmisor, sino como guía, como persona que acompaña, que escucha, que conecta.

Ahora, mirando atrás, entiendo que la educación ha cambiado porque el mundo lo ha hecho, pero también que muchas de esas transformaciones —el auge del pensamiento crítico, la defensa de la diversidad, la conciencia ambiental— han sido posibles gracias a una escuela que se atrevió a repensarse. Y quizás, solo quizás, eso es lo que siempre ha hecho: soñar futuros posibles y construirlos poco a poco, desde cada clase, desde cada historia compartida.


Tercer prompt: "¿Podrías hacer el relato más literario, más poético y emocional? Quiero unas líneas más profundas y que utilices alguna figura literaria, alguna referencia?"

Tercera respuesta: 

A veces, cuando el silencio de la noche se posa en mi casa como un manto tibio, me detengo a mirar a mi hija estudiar. Lleva puestas sus gafas inmersivas y, sin moverse del sofá, camina entre los frescos de Pompeya o escucha a García Márquez recitarle al oído desde una biblioteca virtual suspendida entre nubes de datos. No está sola. Al otro lado, su profesora —una mujer que enseña desde una isla— le guía con palabras cálidas y precisas. Y yo la observo, entre asombro y nostalgia, preguntándome en qué momento cambiamos la tiza por la inteligencia artificial, el libro por el viaje.

La educación del 2050 ya no cabe en los pupitres de antes. Es líquida, como diría Bauman, y ha aprendido a fluir con el tiempo, a romper los márgenes de los cuadernos. Pero no ha perdido el pulso humano. Al contrario, lo ha fortalecido. Se enseña a leer, sí, pero también a escuchar los silencios; se enseña a escribir, pero también a nombrar el dolor, la diferencia, el mundo.

Recuerdo mi escuela como quien evoca un sueño con bordes difusos: los mapas colgados de las paredes, las voces monótonas que dictaban desde una tarima, las filas, el orden. Hoy, todo eso parece lejano, casi arqueológico. Y sin embargo, algo permanece: el deseo profundo de aprender, de comprender, de ser más libres.

No fue la tecnología, en sí, la que cambió la escuela. Fue el temblor del mundo. Las guerras, las migraciones, la pandemia, los gritos de quienes pedían una educación con alma. Y la escuela, como un árbol viejo que no quiere morir, supo echar raíces nuevas. Comprendimos que educar no es solo llenar cabezas, sino también abrazar cuerpos, consolar ausencias, sembrar esperanza.

En el aula del futuro —que ya es el presente— conviven la poesía con la programación, el verso con la ética, la empatía con los algoritmos. Y yo, que crecí creyendo que aprender era repetir, hoy celebro que mi hija aprenda a preguntarse.

Quizá eso es lo esencial: que la escuela siga siendo ese lugar —real o virtual— donde un niño pueda leer por primera vez a Benedetti y pensar, como él: “Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida”. Y la educación, a su manera, siempre ha sido eso: el más hermoso síntoma de que el ser humano aún no ha renunciado a soñar.

Cuatro prompt: "Me gusta la idea y me gustan las referencias, pero quiero que añadas un título atractivo, que invite al lector a leer el relato y, además, que añadas a una protagonista que lo cuente en primera persona"

Cuarta respuesta (relato final): 

"Cuando mi hija viajó a Macondo sin salir del salón"

A veces, cuando el silencio se cuela entre las paredes de casa como un gato lento, me quedo observando a mi hija estudiar. Tiene quince años y una curiosidad feroz que no cabe en ninguna mochila. Lleva puestas sus gafas inmersivas y, desde el sofá, camina por los callejones de Macondo mientras escucha a un Gabo virtual recitarle las primeras líneas de Cien años de soledad con la voz de un abuelo sabio y cercano. No se ha movido del sitio, pero ha recorrido mundos enteros.

Yo, su madre, crecí en otra escuela. Una de pizarras polvorientas, pupitres alineados y recreos con sabor a bocadillo de nocilla. Aprendí que educar era memorizar, repetir, callar cuando se debía. Pero ella… Ella ha aprendido a preguntarse.

En el 2050, la educación no es un edificio: es una experiencia, una forma de habitar el mundo con más preguntas que certezas. Las aulas ya no tienen paredes, ni siquiera siempre tienen profesores. A veces, el conocimiento llega desde otra ciudad, desde otro continente, desde otra lengua. Su profesora vive en Buenos Aires, sus compañeros están en Dakar, Oslo, Medellín. Yo la observo y me emociona pensar que, sin darse cuenta, ha aprendido a escuchar acentos, a comprender miradas ajenas, a reconocer la riqueza de lo distinto.

La escuela no cambió solo por la tecnología, sino porque el mundo nos dolió. Las guerras, la pandemia, el colapso del planeta… Todo eso hizo temblar las estructuras. Entonces la educación, que siempre fue un reflejo del mundo, aprendió a transformarse. Se hizo más humana, más ética, más libre.

Hoy no se enseña solo a escribir, sino a narrar la vida. No solo se leen clásicos, también se escriben futuros. Y yo, que alguna vez creí que enseñar era corregir, descubro que lo más bello de la enseñanza es acompañar.

Mi hija ha viajado al pasado y al porvenir, ha leído a Benedetti y ha llorado con Lorca. Y yo, que la veo crecer en este nuevo mundo, entiendo que educar no es llenar mentes, sino encenderlas. A veces, cuando termina su clase y se quita las gafas, me cuenta emocionada lo que ha vivido. Y yo solo puedo pensar en una frase que ahora me acompaña como un mantra: “Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida”. La educación, pienso entonces, también lo es.

Un síntoma hermoso, rebelde, luminoso, de que aún seguimos soñando.



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